En la casa de la calle Vergara esquina Liniers, el buzón estaba al lado del portón de entrada, medio embutido en el cerco de crataegus (“la ligustrina que pincha, la de los venenitos rojos”, para los amigos). Casi a diario llegaban cartas o revistas de Holanda o de Norteamérica. La hermana menor de mi vieja era la que más escribía, mi hermana la segunda escribía mucho desde St. Louis, Missouri, y una prima que vivía en Powell River, cerca de Vancouver, en Canadá, también. Por supuesto mi hermana la cuarta escribía siempre desde Holanda, pero eso ocurría mucho después de los tiempos que rememoro que son los tempranos años sesenta. Las llamadas internacionales eran carísimas y se hacían una vez por año, para un cumpleaños o para las fiestas. Se reducían a un aterrado intercambio de “¿Qué hora es ahí? Allá es invierno, acá es verano. Cortá cortá que te va a salir carísimo” (todo esto dicho en holandés, claro está).
O sea que para mi vieja la línea de contacto con todos sus afectos que no fueran marido e hijos (y una vecina holandesa) pasaba por ese buzón. “Is de postbode al langsgeweest?” (¿Ya pasó el cartero?) Yo todavía no iba a la escuela, mis hermanas sí. En ese horario crucial y desierto pasaba el cartero. Mi vieja iba al buzón, lo encontraba vacío. Al rato volvía. Buzón vacío. “Is de postbode al langsgeweest?” “Ja”. “VERDOMME!” La puta que los parió. Y volvía a la cocina, a pelar papas con ferocidad.
Aprendí a mentir con el tema del cartero y el buzón. En vez de “Ja” (Sí…) le decía “No sé”, o “Creo que no”, estirando la mañana hasta el momento que volvieran mis hermanas.
Abrir el buzón varias veces por día, a ver si hay alguna señal de vida.