Cumplidos sus veinte años, Sadhaka, el aspirante, estaba convencido de que ya era hora por fin de ir en busca del Buda para completar su formación y alcanzar la iluminación.
Como es de rigor en estas historias, tuvo que atravesar valles y selvas, escalar barrancas escarpadas y cruzar desfiladeros tortuosos; enfrentar todo tipo de peligros hasta llegar a Rajagaha, donde en esos tiempos impartía sus enseñanzas el Venerable.
Sadhaka lo encontró sentado en una roca y hablando con sus discípulos. Al rato, como percatándose de pronto de la presencia del aspirante, el Buda preguntó:
“¿Qué buscas?”
“Procuro completar mi formación y alcanzar la iluminación, oh Venerable.”
“¿Y para eso a quién buscas? ¿A mí?”
“Sí, venerable.”
“¿Y qué me has traído? ¿Qué me ofreces a cambio de mi instrucción?”
Sadhaka no había traído ofrenda alguna. Quiso resolver la situación extendiendo los brazos en ademán de súplica y diciendo
“Te he traído mi pobreza.”
El Buda replicó airado: “¡Pobreza! De eso ya tenemos bastante. ¡Somos mendigos! Te voy a dar tu primera lección: Vuelve a tu pueblo, hazte herrero o carpintero o lo que mejor te parezca, cásate, forma una numerosa familia y ven a verme cuando hayas logrado ahorrar un mapte de oro para pagar por tu formación. Ahora vete.”
Frustrado y perplejo, el aspirante emprendió el camino de regreso. En su pueblo natal puso una taberna, casó con mujer hermosa y tuvo cinco hijos.
Con el tiempo, su encuentro con el venerable pasó a ser un simpático recuerdo de
juventud. Ni hablar de ahorrar oro, con siete bocas para alimentar. Sin embargo, como era de prever, una vez que los hijos estuvieron criados, y colocados en empleos provechosos, le volvió el anhelo de alcanzar la sabiduría y la iluminación. Vendió su próspera taberna por un kilo de oro y partió en procura del Venerable. En estas historias no suele importar lo que ocurre con las esposas.
Ahora, ya cuarentón, Sadhaka volvió a atravesar y sobrevivir los consabidos accidentes geográficos y de los otros, hasta dar con el Buda. Este lo reconoció al instante y le preguntó: “¿Me trajiste lo que te pedí?”
Mostrando el paquete, Sadhaka dijo: “Sí.”
“Acompáñame.” Era una mañana radiante y celeste.
Caminaron hasta el arroyo de montaña. El Buda tomó el paquete de polvo de oro y sin decir palabra lo vació en la corriente. Dorados remolinos se formaron en el agua clara, y se fueron colando arroyo abajo, entre rocas y espumas .
“Pero has… ¡Has desperdiciado los ahorros de toda mi vida! Podrías haber…”
El Buda lo dejó hablar. Que podría haber contribuido al embellecimiento del monasterio, que podría haber alimentado a los pobres, curado a los enfermos, adquirido valiosos manuscritos…
“No he desperdiciado nada. El oro solo es valioso porque es escaso. Y esta es la segunda lección que puedes esperar de mí. Por cierto, una de las mejores lecciones que he dado en toda mi vida… Ahora, vuelve con tu mujer. Y esta es mi última enseñanza.”
Contra lo acostumbrado, la leyenda no consigna si el aspirante alcanzó la iluminación.
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Relámpagos vol. 3